UN BUEN HIJO

Augusto Gómez.

Otro día sin recibir una llamada y no es que Zamudio quisiera escuchar las quejas de su madre; pero, es su madre. Antes de dormir piensa en marcar y saber que aún está viva. Solo oír la respiración quejosa y el colérico reclamo: “Te has olvidado de mí, malagradecido”, así como otras demandas seniles, lo tranquilizaría, aunque dimite en el intento.
Tal vez, piensa Zamudio, que su madre ha perdido el celular o no recuerda dónde ha dejado el aparato. Apuesta a las posibles excusas para no recibir la llamada, igual que no cree en su prematura muerte en vista que, con ochenta y cinco años, la mujer se aferra el sobrevivir a la vejez, como al fallecimiento de su marido.
Agustín, su padre, fue un hombre cabal, las lecciones dadas por un ser humano sin pretensiones le hizo crecer como buena persona, por el contrario de su madre que, de no haber sido tan terca y desconfiada, pudo haber sido el hijo modelo, quien haría cualquier cosa por la solitaria mujer anegada en su viudez.
La última ocasión, Amarantha, su vieja, sin reparo se queja del bullicio en la casa de su vecina. Niños que gritan sandeces, arrastran muebles, brincan, corren por la calle; también, reclama de las nueras y yernos que beben cerveza y ríen sin parar, mientras la vecina carga al nieto más tierno de la familia. Para Zamudio, escuchar esto era una costumbre desde que su papá no está. A veces piensa, cómo la pudo soportar sesenta años y la suerte que tuvo ella por haberse casado con él.
Posterior al cabo de año, la señora, le exige hacerse cargo de ella. “Es la obligación de todo hijo, cuidar a su progenitora en la salud y en la enfermedad”, repetía molesta al finalizar las llamadas. Sin embargo, Zamudio, tiene otras preocupaciones, deudas por el juego, problemas con el alcohol y divorcio obligado.
Antes del fallecimiento de su padre, éste trataba de ayudarlo. “Qué padre no ayuda a un hijo en las malas”, decía desconsolado al limpiar el vómito del suelo en la casa de su primogénito. “¡Todo es culpa de mamá!”, Zamudio, reviraba entre arcadas. Y aun en el velorio, el pretexto de su estado, fue el maltrato de su madre en su temprana juventud.
Si estuviera el viejo me diría: “¿Qué culpa tiene el pasado, del hombre que puedes ser, hijo?”. Después de un año, perdonar a su madre, es lo menos por el recuerdo de su papá, porque fue el único que apostaba por su bien.
‹‹Un día más sin saber de ella, quizá sí haya sucedido algo grave››, después de pensarlo, marca. Es la primera ocasión en años que Zamudio lo hace. El timbre suena. Nada. Vuelve a marcar. Nada. Otra vez marca y otra vez, nada. Sube al auto, conduce. Marca varias veces y recibe la misma respuesta, nada. Varado en una esquina, recibe una llamada, cuelga. No es su madre. Arranca y el teléfono suena de nueva cuenta. Cuelga. Un mensaje de texto, no lo abre. Ahora, él vuelve a marcar. Entra la llamada. Apaga el motor.
— ¡Mamá! ¿Por qué no contestas? —dice y luego guarda silencio.
— ¿Hijo?
— Hace días que no llamas —respira aliviado.
— Tu padre ya no está conmigo.
— Lo sé. Aquí estoy yo —ambos sueltan el llanto.
Un auto se detiene a la par al de Zamudio.
— ¡Pagas o aquí te quedas! —gritan.
— Hijo, ¿quién es?
— Mamá, luego llamo.
— Esperaré.
Desconsolados cuelgan. Una madre llora.