CARTA A MARIANA, HURGANDO EN EL PASADO

Alejandro Molinari

Querida Mariana: ¿vos sabés qué es tapanco? En el país es un espacio construido debajo del techo de una casa. En el Comitán de los años sesenta era común escuchar que una señora mandaba a la sirvienta a buscar algo en el tapanco, porque ese espacio era como el tilichero, el lugar donde se guardaban las cosas aparentemente inservibles, pero que luego eran necesarias.
Ahora, como las construcciones son de losa plana, pues ya no existen esos espacios prodigiosos. Digo que en los años sesenta, los niños comitecos disfrutaban ese espacio, porque era un sitio lejos de la vista de los mayores.
¿Vos sabés cuál es el Club de Toby? Toby fue un personaje de caricatura, que aparecía en la revista de monitos “La pequeña Lulú”. Toby tenía un club donde sólo había niños, las niñas estaban excluidas. Los tapancos también fueron exclusividad de niños. Si alguna mamá se enteraba que una niña había estado arriba al lado de niños se armaba la revolución. Pues sí, de todos modos, la presencia de niños en los tapancos no era bien vista, porque ahí asomaba el diablo de las siete cuerdas con sus nueve tentaciones.
Bueno, digo que la memoria es el tapanco de nuestros recuerdos. Ahí está el tilichero de imágenes. Ahí se quedan, debajo del techo. No sé bien qué les sucede a las personas que les da Alzheimer, pero, parece, que poco a poco sus tapancos mentales se van quedando sin objetos. Un mal día suben a su tapanco y encuentran que todo está vacío. ¡Uf! Días después ya ni siquiera pueden subir, porque ya no saben para qué sirve la escalera y no recuerdan ese sitio llamado tapanco.
Los comitecos que viven en otras ciudades del país y del extranjero acuden a sus tapancos con cierta frecuencia. Cuentan que en algún momento se topan con un objeto que los remite de inmediato a la ciudad donde nacieron.
Si antes se decía que los comitecos estaban desperdigados en todas partes, en estos tiempos de globalización es posible saber que hay paisanos en muchas ciudades del país, en toda América, en Europa, en Asia y, también, en países africanos y en Australia. Cada uno de ellos ha llenado su tapanco con objetos novedosos; cada uno de ellos se ha apropiado de nuevos elementos culturales. Los tapancos de esas personas se han enriquecido. Son tapancos luminosos. Y al decir enriquecido, quiero decir que han agregado más chunches a los que pepenaron durante su paso por el pueblo maravilloso que se llama Comitán.
Ninguna persona puede desligarse de su pasado, salvo las personas que ya dije, por desgracia, padecen esa enfermedad de la que habló Gabriel García Márquez en su novela “Cien años de soledad”, que es la enfermedad del olvido. Enfermedad horrible.
Los comitecos que radican en otros lugares, por la razón que sea, viven aferrados al tapanco de su memoria. He conocido compas que procuran cerrar ese tapanco, porque la enfermedad de la nostalgia también es difícil sobrellevarla. A veces, la enfermedad de la nostalgia cubre el espíritu con nubes que son como nata húmeda. ¡Fuera de aquí!, dicen los que no quieren caer en la nostalgia, cierran la puerta del tapanco y se empeñan en vivir el presente luminoso, en aquellos lugares, ay, tan distantes de donde enterraron su mushuc.
Pero, ya lo dije, la nostalgia es como el agua, se cuela por una pequeña hendija y si uno no tiene cuidado puede inundarse.
El otro día andaba leyendo un ensayo de Rosario Castellanos, que fue publicado en el periódico Excélsior, el 24 de agosto de 1973.
Recordá que Rosario viajó a Israel en 1971, cuando recibió el nombramiento de embajadora de México en aquel país.
Uno pensaría que nuestra paisana, con tanto trajín por su encomienda y ante la novedad cultural que se le presentaba andaba muy lejos de Comitán. Pucha, después de tantos años de no estar en Comitán, cualquiera diría que sus recuerdos eran como globos, fáciles de pinchar o fáciles de echar a volar. Pues ¡no! Rosario, como cualquier mortal, guardaba muchos objetos comitecos en su tapanco personal.
En el escrito del 24 de agosto, un año antes de su fallecimiento, Rosario cuenta que, durante su vida, tuvo dos “largas servidumbres”. Herlinda, quien la acompañó en su aventura israelita ya decidió descansar. Ha trabajo mucho, ahorrado paguita y quiere regresar a México a vivir de sus rentas. Bien pensado. Pero en la narración de Rosario aparece, en automático, la primera compañía que tuvo: la comiteca María Escandón. Su nombre está íntimamente ligado al nombre de Rosario. La propia Rosario la menciona con ese apellido, en realidad, el apellido de María es Abarca, ahí por la Pilita Seca aún hay familiares.
Digo pues que cuando Rosario cuenta la decisión de Herlinda, su segunda servidumbre, del tapanco, como canica, baja por la escalera el recuerdo de María, su cargadora en Comitán.
La propia Rosario se pregunta si, en los años setenta, la “institución” de cargadora aún está vigente en Chiapas. María era una niña que su familia “dio” a los papás de Rosario. La familia de María era muy pobre, así que con la entrega de la niña en manos de los Castellanos Figueroa eliminaban una boca para alimentar. María llega entonces a la casa de don César Castellanos y de doña Adriana Figueroa y éstos le dan el oficio de ser “cargadora” de la niña Rosario. ¿Cuál era el oficio? ¿Hay necesidad de explicar lo que ya está dicho en el nombre? María tenía ocho años y Rosario siete años de edad, cuando llega a casa de los Castellanos Figueroa. Los estudiosos de la vida de Rosario dicen que es casi improbable que María haya sido, en realidad, cargadora de Rosario. Las cargadoras eran niñas que se colocaban un chal (kujchil) y cargaban a las patroncitas en la espalda, pero las patroncitas eran niñas de uno o dos años de edad.
En fin, lo que yo quiero hacer notar es que Rosario, ya con cuarenta y ocho años de edad, en un lugar lejano de Comitán, hurga en su tapanco mental y rescata la imagen de ese tiempo, un tiempo, asimismo, remotísimo.
María, su primera larga servidumbre, estuvo a su lado desde que Rosario tenía siete años de edad, hasta que, ya casada Rosario, regresó a Chiapas y entró a trabajar con Gertrudis Duby. En el ensayo que comento, Rosario escribe lo siguiente: “…Gertrudis Duby no salía de su asombro (y así me lo dijo con reproche) de que después de tantos años de convivencia yo no le hubiera enseñado a María ni a leer ni a escribir. Yo andaba de Quetzalcóatl por montes y collados mientras junto a mí alguien se consumía de ignorancia”. Historia tremenda. Esto Rosario lo dice en 1973, desde Israel. El nombre de María Escandón aparece en un papelito y este nombre hace que recuerde todo lo que vivió al lado de esa niña.
¿Sigue en uso la institución de la cargadora? No lo sé. Ahora, por fortuna, las niñas indígenas acuden a la escuela y aprenden a leer y a escribir y hay muchos casos donde continúan estudiando y concluyen estudios universitarios y se convierten en emprendedoras. Antes, así como Rosario advertía que su futuro en Comitán era el de convertirse en una señora fodonga, llena de hijos, esposa de un hacendado que se acostaba con las mujeres de las fincas (recordemos el derecho de pernada), el futuro de las niñas de familias de escasos recursos, era el de ser cargadoras o saleras sin abandonar su condición de sirvientes.
Y así como Rosario, en Israel, en los años setenta, recibió el recuerdo de una historia que nació en Comitán, en los lejanos años treinta, la mayoría de personas que no viven en sus lugares de origen reciben, de vez en vez, oleadas de recuerdos de su infancia.
En esos tapancos están, casi intocados, los patios donde jugamos de niños, donde los papás, con cinturón en la mano, nos persiguieron por alguna travesura; ahí están los campanarios de templos donde trepamos para tocar el llamado a misa de siete de la noche; también están las lágrimas que nos provocó la muerte del perrito que tanto amamos; asimismo están colgados, como cuches en carnicería, los recuerdos de los tíos que nos pellizcaban o las amenazas de los abusivos compañeros de la escuela. Ahí está todo.
Sí, tenés razón, muchos objetos ya están llenos de moho, muchos ya están grises de tanto polvo. Muchos escritos se han vuelto ininteligibles. Sabemos que ese recuerdo era importante, pero ya no podemos traducirlo. Y las miserias del mundo que han marcado nuestras vidas se mueven como arañas venenosas. Quisiéramos que se evaporaran.
Posdata: lo ideal sería que el Alzheimer fuera selectivo y eliminara los recuerdos malos, los llenos de baba, y dejara sólo los instantes luminosos, para convertir el tapanco de la memoria en una sucursal del Mundo Feliz.
En los años ochenta, en Comitán, cuando menos en la casa, seguía vigente la institución de cargadora. Mi Paty contrató a una niña para que cargara a nuestro hijo de un año de edad. Despedimos a la chica (tendría nueve o diez años de edad) al descubrir que su gusto era colocar al niño bocarriba sobre la cama y escupir su carita. Esto que te cuento, ahora bajó de mi tapanco. Casi lo había olvidado.